El sol de la tarde caldeaba las flores, hasta que
empezaron a balancearse soñolientas y e! follaje de los árboles proyectó
un cambiante dibujo de sombras sobre el suelo del césped del bosque.
Reinaba el silencio, y todos los animales estaban tendidos, durmiendo
cómodamente la siesta: todos, salvo el ratoncito gris, que retozaba en
la danzarina luz y en la sombra. Tan feliz se sentía en aquella dorada
tarde estival.
Pero... ¡ay! Persiguió de manera tan alocada su
propia cola, que chocó con el gran león, tendido perezosamente al pie de
un árbol. El tonto ratón creyó que sólo había chocado con el tronco del
árbol, y hasta que se topó con la nariz del león y sintió el aliento
del gran animal, no comprendió lo que había hecho.
El rey de la selva se movió como si sintiera un
cosquilleo en la nariz y, abriendo un ojo, vio al ratoncito gris.
Inmediatamente, puso la pata sobre la larga cola del animalito. El ratón
chilló, con terror:
—¡No, no, rey León! ¡Te suplico que tengas piedad de mí!
Tiró y forcejeó desesperadamente, tratando de
liberar la cola del peso de la gran pata que la sujetaba. Pero no pudo
zafarse y, cada vez que el león profería un rugido ensordecedor, como un
trueno que viaja por los cielos, el ratoncito se estremecía de susto.
—No, no —decía, con voz trémula—. No, rey León ¡No! Ten piedad de mí.
¡Quita tu pata de mi cola y déjame ir!
Pero el león se limitaba a aturdido con otro rugido.
Entonces, apelando a todo su ingenio, el ratón le dijo, taimadamente:
—Sin duda, el gran rey de la selva no querrá
mancharse las patas con la insignificante sangre de un ratoncito gris.
¡Suéltame, rey León!
Pero el león le asestó un golpe con la pata.
—¡Oh rey León! Si me sueltas, algún día te salvaré la vida.
Al gran animal lo divirtió tanto esta idea, que se echó a reír sonoramente y, alzando la pata, dejó huir al asustado ratón.
Varias semanas después, el ratoncito, al
corretear de nuevo entre los árboles del bosque, oyó un bramido de dolor
que llegaba del otro lado de la arboleda. Siguió la dirección del ruido
y vio a su amigo el león, firmemente atrapado en la trampa de un
cazador. Ahora le tocaba al gran rey de los animales tirar y forcejear.
Pero cuanto más intentaba liberarse de la red, tanto más se enredaba en
ella.
El ratón advirtió en seguida lo que sucedía y
empezó a roer las mallas de la red hasta que, a los pocos minutos, el
rey de la selva quedó en libertad.
—Un favor merece otro —dijo con vivacidad el ratoncito, mientras escapaba para jugar persiguiendo las sombras de la tarde.
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